La tristeza que llevé en silencio por 40 años

|

Mi historia con la depresión (y cómo aprendí que fingir estar bien no es lo mismo que estar bien)

Dudé mucho si escribir esto.

No porque me falten palabras, sino porque sé lo que va a remover. En mí… y tal vez en ti.

Durante cuarenta años cargué una tristeza que no sabía cómo nombrar. Que disfracé de responsabilidad, de fuerza, de «estar bien». Aparentemente, yo creía que ser adulto significaba caminar por la vida con cara de póker emocional.

Este puede ser uno de los artículos más difíciles que voy a compartir. Pero también sé que hay muchos como yo que siguen respondiendo «estoy bien» cuando alguien pregunta, aunque por dentro algo se esté quebrando lentamente.

Si ese eres tú, esto es para ti. Porque a veces, ponerle nombre a lo que duele es el primer paso para empezar a sanar.

¿Qué es realmente la depresión?

La depresión no es estar triste porque algo salió mal. No es tener «un mal día» o andar desanimado porque la vida se puso difícil.

Tampoco es lo que algunos piensan: «falta de fe disfrazada de psicología moderna.»

La depresión es un trastorno real que afecta cómo piensas, cómo sientes y cómo tu cuerpo funciona. Es como si alguien hubiera bajado el volumen a todo lo que antes tenía sabor, color o sentido.

Puede aparecer después de una pérdida, un trauma o cambios fuertes en la vida. Pero también puede instalarse sin una razón clara, como una nube que llega y no se quiere ir.

Los síntomas pueden incluir:

Emocionales:

  • Tristeza persistente o sensación de vacío que no se va
  • Pérdida de interés en cosas que antes disfrutabas
  • Sentimientos intensos de culpa, inutilidad o desesperanza
  • Irritabilidad o llanto que aparece sin razón clara
  • En casos severos, pensamientos de muerte o suicidio

Físicos:

  • Cansancio constante, aunque hayas dormido bien
  • Problemas para dormir o dormir demasiado sin descansar
  • Cambios en el apetito – comer mucho o muy poco
  • Dolores inexplicables de cabeza, estómago, espalda
  • Taquicardia, sudoración, ataques de pánico

Mentales:

  • Pensamientos que dan vueltas sin parar sobre lo mismo
  • Dificultad para concentrarse o tomar decisiones
  • Memoria afectada, especialmente por hiperenfoque en lo que duele
  • Sensación de desconexión de tu propia identidad

Sociales:

  • Aislamiento de familia y amigos, aunque los necesites
  • Abandono del autocuidado personal
  • Pérdida de productividad en trabajo o estudios
  • Evitar lugares o situaciones que antes disfrutabas

Y lo más importante: la depresión no es falta de fe. No es debilidad. No es algo que se cura solo con «pensar positivo».

Es una herida real que necesita cuidado real.

La depresión que no sabía que era depresión

Antes de contarte mi historia, necesito aclararte algo importante: no toda depresión se ve igual.

La mía no fue la depresión de «no puedo levantarme de la cama». Fue la depresión de funcionamiento alto – esa que te permite trabajar, estudiar, servir en la iglesia, sonreír en fotos… pero que por dentro te mantiene con una tristeza constante que crees que «así es la vida».

Era como vivir con una radio de fondo que siempre tocaba la misma canción triste, pero en volumen bajito. Te acostumbras tanto que ya ni la escuchas… hasta que algo pasa y el volumen se dispara.

Los momentos en que «se disparaba»:

  • Durante crisis emocionales fuertes (rupturas, pérdidas, conflictos)
  • Cuando el estrés acumulado finalmente explotaba
  • En aniversarios o fechas que activaban traumas no resueltos
  • Cuando las defensas que había construido ya no funcionaban

Por qué nadie se daba cuenta (ni yo mismo):

  • Seguía cumpliendo con mis responsabilidades
  • Había aprendido a funcionar «desde el vacío»
  • Creía que esa tristeza de fondo era «normal»
  • Pensaba que «ser fuerte» significaba caminar por la vida como un robot emocional

Durante décadas viví así: funcional por fuera, quebrado por dentro. Y cuando alguien me preguntaba si estaba bien, respondía «sí» porque técnicamente… funcionaba.

Pero funcionar no es lo mismo que estar bien. Aunque me tomó cuarenta años entenderlo.

El niño que aprendió a no molestar

Mi historia con la depresión empezó mucho antes de que supiera cómo se llamaba.

Crecí siendo «el oscurito» en una familia de piel más clara. Las burlas constantes sobre mi color se volvieron mensajes internos: «Eres diferente. Eres menos. Tienes que esforzarte más para ser aceptado.»

Aparentemente, mi cerebro de niño decidió que la mejor estrategia era volverme invisible emocionalmente. Si no causaba problemas, tal vez no notarían que era diferente.

También fui el hijo mayor responsable. Desde muy pequeño me cargaron expectativas emocionales que no correspondían a mi edad. Aprendé que para recibir amor tenía que «portarme bien», no dar problemas, ser perfecto.

Nadie me dijo nunca: «Lo que sientes está bien.» Así que desarrollé perfecteccionismo como forma de supervivencia. Yo no sé en qué parte de la Biblia dice «controla todo y no muestres debilidad», pero por años pensé que era evangelio puro.

Pero por dentro cargaba una soledad emocional crónica. Una tristeza que no sabía explicar. Una sensación constante de no encajar del todo, incluso en mi propia familia.

Hoy sé que eso ya era depresión infantil. Pero en ese entonces, solo pensábamos que era «un niño tranquilo y obediente». Como si eso fuera un logro.

Adolescencia: cuando la jaula se hizo visible

En la adolescencia, esa tristeza tomó una forma más oscura.

Los pensamientos suicidas aparecieron por primera vez. No tenía un plan, pero sí un deseo profundo de dejar de sentir. De que todo el peso que cargaba simplemente parara.

Irónicamente, el mismo perfeccionismo que me lastimaba fue lo que me salvó: «¿Y si lo hago mal y quedo vivo?» Hasta para eso quería ser perfecto. Hoy sé que era Dios cuidándome sin que yo lo supiera.

Cuando me llevaron a una psicóloga y me pedía que dibujara cómo me sentía, siempre dibujaba lo mismo: una jaula. Y yo adentro.

Ese dibujo lo decía todo. Mi mundo emocional estaba encerrado, sin llave a la vista. Era como vivir en una cárcel de máxima seguridad… donde yo mismo era el carcelero.

El matrimonio: perdido en mi propia vida

Durante mi primer matrimonio, la depresión se disfrazó de «responsabilidad» y «entrega».

Me volví funcional pero emocionalmente ausente. Desarrollé patrones de complacencia extrema que me agotaron. Vivía sintiendo que nunca era suficiente, que todo lo que hacía estaba mal de alguna forma.

Durante diez años perfeccioné el arte de perderme a mí mismo. Era como un ninja emocional: desaparecía sin que nadie se diera cuenta.

Mi mundo se redujo a tres personas: mi esposa, mi hijo y yo. Me alejé de los amigos. Me distancié de mi familia. Y, lo más peligroso: me alejé de Dios.

Creía que podía sostener todo con mi propia fuerza. Aparentemente pensé que era Superman, pero resultó que mi kriptonita era… la vida real.

Por dentro estaba agotado, vacío, desconectado de quien realmente era. Dormía mal. Comía por ansiedad. La oración se volvió un deber más, no un refugio.

Durante diez años viví en un estado de «no ser suficiente» que destruyó mi autoestima sistemáticamente. Pero lo normalizé. Pensé que así era el matrimonio. Nadie me había avisado que no tenía que doler tanto.

Después del divorcio: sobrevivir en automático

El final de mi relación me dejó sin herramientas emocionales para procesar lo que había pasado.

Me refugié en el trabajo como quien se refugia en una cueva. Si me mantenía lo suficientemente ocupado, tal vez no tendría tiempo de sentir.

Desarrollé lo que llamo «aislamiento de supervivencia». No me iba a volver a lastimar, así que mejor no me acercaba a nadie.

Mi estrategia era impecable: si no tengo expectativas, no me decepciono. Si no me abro, no me lastiman. Si no siento, no sufro. Era como un plan militar… para volverme emocionalmente inútil.

Por fuera parecía que estaba bien. Funcionaba. Trabajaba. Pero era espiritualidad vacía cuando iba a la iglesia, fe como obligación, no como relación.

La depresión estaba ahí, pero disfrazada de «soy fuerte» y «no necesito a nadie». Era el disfraz perfecto.

Con «mi Flor»: cuando el amor despertó todos los miedos

La relación con «mi Flor» fue hermosa… y aterradora al mismo tiempo.

Por primera vez en años experimenté amor incondicional. Y mi cerebro inmediatamente entró en pánico: «¡Alerta! ¡Esto se siente muy bien! ¡Algo debe estar mal!»

Los miedos del matrimonio anterior se proyectaron en esta nueva relación: ¿Y si no soy suficiente? ¿Y si se cansa de mí? ¿Y si se convierte en lo mismo que viví antes?

Era como tener un detector de amenazas que se activaba cada vez que me sentía feliz. Aparentemente, mi mente había decidido que la felicidad era sospechosa.

La ansiedad se mezcló con la depresión de formas que aún no entendía. Comía compulsivamente para llenar el vacío. Obsesionaba sobre el futuro. No dormía pensando en todo lo que podía salir mal.

Yo no estaba listo. Tenía heridas que descargué con ella. Los miedos por no poder ayudar a sus hijos, por no tener las herramientas para acompañarlos, el pánico de que se repitiera mi historia… Todo eso era trauma del matrimonio anterior contaminando algo bueno. Era como llevar equipaje del vuelo anterior a un destino completamente diferente.

La ruptura: cuando todo se vino abajo

Cuando la relación terminó, no solo perdí a alguien. Perdí la única experiencia que había tenido de amor sano.

Fue «la gota que derramó el vaso» de cuatro décadas de dolor acumulado. Aunque en mi caso, el vaso ya estaba agrietado desde hace rato.

La depresión se quitó todas las máscaras:

Los pensamientos suicidas regresaron, más intensos que nunca. No quería morir exactamente… pero sí quería dejar de sentir. Era como querer pulsar el botón de «pausa» en la vida, pero descubrir que solo tenía el de «stop».

Ataques de pánico al ver fotos de ella. Taquicardia. Sudoración. El cuerpo reaccionando como si estuviera en peligro real.

Pensamientos obsesivos que daban vueltas sin parar como una lavadora descompuesta: «¿Por qué pasó esto? ¿Por qué no me creyó cuando le dije que había cambiado? ¿Por qué no valgo lo suficiente?»

Y cuando alguien me preguntaba cómo estaba, seguía diciendo: «Bien.»

Pero no lo estaba. Y por primera vez en mi vida, ya no pude seguir fingiendo. Mi Oscar al mejor actor en «Todo está bajo control» finalmente se quebró.

El punto de inflexión: aceptar que necesitaba ayuda

Llegó un momento en que ya no pude más. Cuando tuve que aceptar que necesitaba ayuda real, no solo espiritual.

Fue humillante. Fue aterrador. Mi orgullo habría preferido seguir «funcionando» hasta el colapso total. Pero resulta que hasta Superman necesitaba la Fortaleza de la Soledad para recargar.

Comencé terapia psicológica. Durante cuatro meses, una psicóloga me escuchó, me vio, me confrontó con ternura. Me enseñó a ponerle palabras a lo que había cargado en silencio por décadas. Era como aprender un idioma nuevo: el idioma de mis propias emociones.

Luego me derivó a un psiquiatra. Inicié medicación para la depresión y la ansiedad. Al principio me daba vergüenza. Aparentemente mi ego creía que los cristianos deberían funcionar solo con oración y buenas intenciones. Alguien me dijo algo que me cambió la perspectiva: «Si tuvieras diabetes, ¿tomarías insulina?»

También busqué acompañamiento espiritual. Un pastor que me ayudó a integrar mi fe con mi proceso de sanación, sin minimizar ninguno de los dos.

Y por primera vez en años, la nube empezó a moverse. No desapareció de golpe como en las películas, pero ya no estaba tan oscuro.

No desapareció de golpe. La sanidad no fue mágica. Pero ya no estaba solo en mi dolor.

Las herramientas que me salvaron la vida

La escritura se volvió mi terapia diaria. Empecé a procesar lo que sentía escribiendo, como quien lleva un diario emocional pero más honesto.

También nació este blog – «Volver a Nacer» – como canal de expresión y conexión con otros. Descubrí que escribir sobre mi proceso no solo me sanaba a mí, sino que conectaba con otros que se sentían igual de rotos.

Construí una red de apoyo diversificada. No podía depender de una sola persona para mi bienestar emocional. Era como tener un solo contacto de emergencia para toda la vida: muy riesgoso.

Desarrollé círculos de amistad masculina. Busqué una comunidad espiritual donde pudiera empezar a servir desde mi proceso, no desde una imagen perfecta. Ahora estoy comenzando a acompañar a otros hombres en sus procesos, y es hermoso descubrir que mi herida puede ser medicina para otros.

Aprendí guerra espiritual práctica. No solo oración como ritual de domingo, sino como herramienta de autorregulación emocional de lunes a sábado.

Cuando venían «ataques mentales» de pensamientos depresivos, respondía inmediatamente con verdad bíblica y oración específica.

Desarrollé herramientas específicas:

  • «Semáforo Emocional»: Pausa de 30 segundos antes de reaccionar cuando me siento activado. Como contar hasta diez, pero más sofisticado.
  • Inventario nocturno: Preguntas específicas para gestionar la soledad antes de dormir. Era como hacer un chequeo médico, pero emocional.
  • Exposición gradual: Enfrentar mi auto-rechazo poco a poco. Empecé subiéndome fotos a redes sociales, aunque me diera pena. Como ir al gimnasio emocional: empiezas con pesas ligeras.

Jesús en medio de todo esto

Sé que algunos esperan que diga: «Oré y Jesús me sanó instantáneamente.»

Pero no fue así. Aparentemente Jesús no opera como microondas espiritual.

Jesús me esta sanando… pero a través de todo el proceso. La terapia, la medicación, las lágrimas, las conversaciones honestas, la comunidad, y sí, también la oración. Pero una oración diferente.

Ya no le pedía que arreglara todo rápido como si fuera un técnico celestial. Le pedía que me acompañara en el camino.

Me di cuenta de que Él nunca se alejó por mi depresión. No se escandalizó por mi medicación. No me pidió que fingiera estar bien para acercarme a Él.

Se sentó conmigo en mi jaula. Y esperó pacientemente hasta que estuve listo para salir. Era como tener el mejor acompañante de celda de la historia.

La fe no eliminó mi depresión como varita mágica, pero sí le dio sentido al sufrimiento y esperanza al proceso.

Hoy: en proceso, pero ya no en silencio

Hoy sigo tomando medicación – aunque ya redujimos la dosis porque mi autorregulación emocional mejoró. Mi cerebro finalmente aprendió a funcionar sin tanto drama interno.

Sigo teniendo días difíciles. Sigo trabajando en patrones de dependencia emocional. Sigo luchando con auto-rechazo en algunas áreas.

Pero ya no escondo mi proceso como si fuera un secreto de estado. Ya no miento cuando me preguntan cómo estoy. Y he aprendido que estar bien no siempre significa estar feliz.

A veces estar bien es simplemente seguir vivo, con fe, con tratamiento, con esperanza.

Mi nivel de recuperación actual: Unos 80-85%. Es como tener un teléfono que funciona bien, pero que de vez en cuando se reinicia solo.

Funcional en trabajo, relaciones y ministerio. Consciente de las áreas que aún estoy trabajando, pero sin negarlas ni esconderlas.

La depresión me enseñó algo que nunca habría aprendido de otra forma: que la vulnerabilidad es más poderosa que la perfección. Que ser real sana más que aparentar fortaleza.

Y que mi dolor, transformado, puede servir para acompañar a otros en el suyo.

Lo que he aprendido sobre la depresión

Es un proceso, no un evento. La sanación no es lineal como una escalera, es más como una montaña rusa emocional que poco a poco va teniendo menos bajadas dramáticas.

Hay avances significativos con recaídas puntuales. Puedes estar «sano» profesionalmente y «vulnerable» relacionalmente al mismo tiempo.

Requiere abordaje integral. No es solo síntomas, sino causas, patrones, propósito y sentido de vida. Es como arreglar una casa: no basta con pintar las paredes si los cimientos están dañados.

Psicológico + psiquiátrico + espiritual + comunitario trabajando juntos.

No hay timeline estándar. Cada proceso tiene su ritmo. Las recaídas puntuales son normales y no invalidan el progreso general. Es como aprender a caminar después de un accidente: a veces das pasos hacia atrás, pero sigues avanzando.

Se puede transformar en propósito. El dolor trabajado conscientemente puede convertirse en capacidad de servir a otros. No desde la perfección, sino desde el proceso. Es como convertir tu herida en tu especialidad médica.

Si estás leyendo esto…

Tal vez tú también has caminado con una tristeza sin nombre. Tal vez sigues respondiendo «estoy bien» cuando no lo estás. Tal vez sientes que no puedes más, pero no sabes cómo pedir ayuda sin sonar dramático.

Quiero que sepas algo:

No estás solo. Aunque te sientes como el único ser humano en el planeta que no logra «estar bien» todo el tiempo. No estás roto para siempre. Aunque a veces sientes que eres como un jarrón que se cayó y ya no se puede arreglar. Y no es tarde para empezar a sanar. Aunque pienses que ya perdiste demasiado tiempo fingiendo que todo estaba bien.

La depresión severa SÍ puede superarse con trabajo consciente y apoyo adecuado. No es falta de fe buscar terapia. No es debilidad tomar medicación si la necesitas. No es rendirse pedir ayuda.

Es valentía.

Si hoy lo único que puedes hacer es decir «no puedo más», eso ya es una oración. Y Él la escucha. Incluso si la dices entre lágrimas, gritos o silencios.


📖 Versículo ancla

P.D.: A Dios no le molesta que necesites vendas para sanar. Él las inventó.


Recursos de ayuda

Si te identificaste con esta historia y sientes que necesitas ayuda:

  • Si tienes pensamientos suicidas: Busca ayuda inmediata. En Ecuador: 911 o líneas de crisis locales
  • Busca un psicólogo – preferiblemente uno que respete tu fe si es importante para ti
  • Habla con alguien de confianza – pastor, amigo, familiar. No cargues esto solo como si fueras un superhéroe emocional
  • Considera evaluación psiquiátrica si los síntomas son severos
  • No esperes a que empeore – buscar ayuda es un acto de valor, no de debilidad

Recuerda: volver a nacer a veces incluye pedir ayuda. Y eso también es gracia.


P.D.: Escribir esto me gustó mucho… y también me hizo llorar. Supongo que eso también es parte del proceso de sanación: poder mirar tu historia con ternura, no solo con dolor.

Publicaciones Similares

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

5 comentarios

  1. Gracias Juan Carlos por abrir tu corazón. Tu experiencia es una guía maravillosa.

  2. Woooow!!! Gracias por compartir tu experiencia de una forma tan profunda y sentida. Me encanta ver cómo cada día más personas logran conectar con la inmensidad de la vida espiritual, sea cual sea la creencia que eligen seguir, al final todos estamos conectados. Y aplaudo tu valentía y coraje de compartir algo tan íntimo, estoy segura que así como yo me identifique con algunos momentos, muchos podrán reflejarse también en tus palabras. Un abrazote muri. Lili Fino

  3. Que hermoso saber, que al nacer de nuevo, el cascarón queda atrás y lo nuevo surge, sin que la mano del ser humano pueda dañar.
    Que hermosa la esperanza y que grato el caminar acompañado de un Dios que no te juzga, solo ve cómo se va abriendo su hermosa flor.
    Te amo y bendigo hijo, gracias por ser valiente.

  4. Un día leí algo sobre los saludos, que siempre son limitados, se reducen a un: «¿cómo estás?» Algo netamente protocolario y hasta superficial, cuando aveces necesitas realmente que te pregunten es: «¿cómo te sientes?» Allí se abre la puerta a un mundo distinto. Un día alguien me dijo: está bien que sientas debilidad, tristeza y dolor, es parte de nuestra humanidad y en ese momento cuando contar hasta diez y respirar profundo no basta, es cuando Jesús se sienta contigo para consolarte, darte fuerza y ayudarte a gestionar tus emociones. Gracias Juan por compartir.

  5. Me confieso muy vulnerable. Gracias por compartir y gracias por mostrarme un camino.