
No fue con empujón violento. Fue con esa mirada suya que no necesita gritar. Esa que te dice: «Ya es hora.»
Yo no quería entrar. El agua estaba fría, mi alma aún tensa, y mi cuerpo prefería quedarse al borde, donde uno parece tener control. Donde uno observa a los demás moverse, mojarse, vivir… mientras uno comenta desde la toalla.
Porque comentar siempre es más fácil que participar, ¿no?
Pero Jesús no me quiere de espectador. Él quiere que viva. Que sienta. Que confíe.
Y así, sin aviso ni planificación, sentí que ya no podía seguir posponiendo lo que solo se entiende desde dentro: la sanidad no ocurre en la teoría. Ocurre dentro del agua.
Me metió.
Primero fue el barro

Antes del agua, hubo barro. De ese que se pega. Del que te deja inmóvil. Del que no puedes sacudirte solo.
Unos seis meses de barro, para ser exactos. Seis meses donde yo pensaba que mi vida útil había terminado.
Jesús se metió ahí conmigo. No se quedó en la orilla diciendo «ánimo» con versículos decorativos, sino que bajó, se ensució las manos, y me sostuvo.
Cuando por fin pude levantar la cabeza… entonces sí: me lanzó a la piscina. Pero no sin antes acompañarme en el lodo.
Aparentemente, Él tiene una tolerancia impresionante al desastre humano.
La piscina no era de agua cristalina
Al principio no se sentía como una piscina sagrada de postal. Se sentía turbia. Como mi alma. Llena de cosas que no entendía, emociones que me daban vergüenza y pensamientos que no podía controlar.
Era como mi alma en ese momento: se veía agua, pero no sabías qué había en el fondo.
Pero Jesús no me pidió limpiar el agua antes de entrar. Él me metió tal como estaba. Porque el agua no sana por ser perfecta, sino porque Él está ahí adentro conmigo.
Entrar no fue poético
Entrar no fue glorioso. Fue incómodo. Fue como cuando empiezas a llorar sin saber por qué, o cuando te cansas de fingir que todo está bajo control.
Fue como quitarse una camiseta húmeda que llevabas puesta desde hace años: necesario, pero nada elegante.
El agua tocó partes que yo había ocultado: heridas viejas, frases no dichas, vergüenzas arrastradas, miedos de niño que seguían dirigiendo mis decisiones de adulto.
Y no estaba solo. Él se quedó en el agua conmigo. No como un instructor que juzga tu técnica, sino como un hermano mayor que simplemente se queda.
Lo que otros no vieron desde la orilla
Desde fuera, parecía que ya estaba bien. Que todo estaba bajo control. Que flotaba por fe pura.
Pero nadie veía las lágrimas que se disolvían bajo el agua. Ni el cansancio emocional de seguir intentando no hundirme.
Muchos piensan que salir de la crisis es como dar un salto olímpico… cuando en realidad es un largo proceso de aprender a flotar sin pánico.
Jesús no se dejó engañar por mi apariencia de «ya estoy bien». Él supo exactamente dónde dolía.
Flotar es rendirse
No me pidió que nadara como Michael Phelps desde el primer día. Me pidió que soltara el cuerpo.
Y eso fue lo más difícil: no demostrar nada. No resolver. No controlar. Solo estar. Con el corazón empapado, con los ojos rojos, con el alma diciendo: «No puedo más.»
Y Él respondió sin palabras. Con presencia. Como quien dice: «No tienes que poder. Yo puedo.»
Y un día… me tiró de verdad
Pero claro, Jesús no solo te lanza a la piscina emocional… También usa a ciertas personas para hacerlo.
Un amigo, de la nada, me dice: «¿Puedes dar una charla a los jóvenes?»
Y yo como que what? ¿Yo? Y volteaba a ver si era conmigo, en mi mente, obviamente.
«¿Yo? ¿Por qué? ¿Quién soy?»
Después recordé esas oraciones nocturnas donde le decía a Jesús: «Heme aquí, Señor. Te entrego este día. Sorpréndeme. Guía mis pasos. Muéstrame lo que tienes para mí.»
Y ahí estaba la respuesta. «Tome su sorpresa, papá.»
«Pero Señor, no me gusta hablar en público. Hay gente más inteligente que yo, más duros en el tema.»
Y Él, como siempre, sin mucha explicación: «Yo quiero que seas tú.»
Bajé la cabeza y obedecí.
Después, el pastor de mi iglesia nos dice a mí y a dos compañeros del grupo de hombres: «Voy a salir dos meses por una licencia. Ustedes quedan encargados del grupo.»
«¿Yo otra vez?»
«Sí, ustedes.»
«Perooo, es que yooo…» «Si usted dice, Él…»
Y otra vez: bajo la cabeza y acepto el reto.
Pero un día me dicen: «La próxima reunión le toca a usted dar la charla.»
«¡Pero Dios! ¡Yo acabo de salir de una depresión! Hace unos meses no podía ni ver televisión y ahora les hablo a los jóvenes y ahora a los hombres? ¡Ay, por Dios!»
Y no paró ahí.
En la oficina me anuncian que me van a empezar a dar coaching para ejercer liderazgo.
«¿Yo otra vez? ¿Qué? ¿Yo?»
«Sí, usted.»
«Pero hace unas semanas tenía que ir al baño a llorar para que nadie se diera cuenta…»
Bueno, fueron meses así. Efectivamente, terminé dando una charla de empoderamiento sobre cómo sacar lo mejor de nosotros, donde el ser es la base de nuestra vida. Hablé de cómo tenemos el área espiritual —donde está Dios— y con eso después está el alma, cómo nos podemos conocer, sanar heridas, corregir cosas, conocernos a nosotros mismos… y ahí sí, el hacer, para poder tener una base firme.
Y también creé este blog, ¿no? Yo no soy escritor. «Hágale, que tal vez alguien necesita leerlo.» «¿Y quién me va a leer?» «Pues así sea una persona, es plan de Dios.»
El que se lanza… también se refleja
El agua, además de mojar, refleja.
Al lanzarme, me vi de nuevo. Ya no como el que se escondía en la orilla comentando la vida de otros. Sino como el hijo que se está dejando transformar.
Jesús usó el agua como espejo. No para mostrarme lo que otros decían que era, sino para que yo mismo viera en Sus ojos lo que realmente soy.
Y eso… también fue parte del milagro.
Y ahora camino sobre el agua… aunque aún me tiemblen las piernas

Hoy soy uno de los líderes del grupo de hombres de la iglesia por pura gracia —pensábamos que cuando el pastor regresara ya no íbamos a ser, ¡y sí fuimos! 😄— y líder en la oficina.
Y la verdad, no sé cómo me va a sorprender mañana Dios.
¿Todo está perfecto? No. Hoy sigo soltando cargas, soltando el control donde pensaba que ya lo había entregado. Pero si hay algo que hace Jesús es mirar corazones, no perfección.
Y es que Juan imperfecto por fin se dejó llevar y le quitó los límites que le había impuesto a Jesús, para que ahora sí Él pueda hacer la obra.
Y empezó a disfrutar. A poder reír. A poder disfrutar el sol, la brisa, esas cosas simples que son vida. Porque la vida eterna empieza en la tierra de la mano de Jesús.
Versículo ancla
«Pero él me dijo: Te basta mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad.»
— 2 Corintios 12:9
Cierre final
Tal vez tú también estás al borde. Mirando. Calculando. Preguntándote: «¿Y si no floto? ¿Y si me duele? ¿Y si no soy suficiente?»
Y Jesús, sin exigirte nada, solo te mira. Y con esa mirada suya… te invita.
No es castigo. Es proceso. Es volver a nacer. Mojado, sí… pero más vivo que nunca.
Y quien sabe… tal vez después de la piscina te toque dar una charla sobre natación. Aunque apenas sepas flotar.
Si esta historia te hizo sonreír o te recordó que Dios puede sorprenderte (incluso cuando te sientes menos preparado), compártela. A veces alguien necesita saber que Jesús también lanza a la piscina a los que apenas saben flotar.

Muy inspirador para mí y para mis miedos