Cuando solté el control (y no me desarmé del todo… o tal vez sí)

Introducción

Desde niño fui cristiano. Sabía de Dios, hablaba de Dios, creía en Dios… pero no había nacido de nuevo.
Tenía conocimiento, pero no vida. Como un fariseo moderno: correcto por fuera, distante del corazón de Jesús por dentro.

Sabía cómo parecer fuerte y fiel. Tenía mis propios límites para Dios. Límites que parecían sabiduría, pero escondían miedo.

Intenté tenerlo todo bajo control. Mis emociones. Mis relaciones. Mis decisiones.
Hasta el silencio de Dios quería programarlo, como si Él necesitara una agenda compartida.

Creía que si pensaba lo suficiente, sentía lo justo y planeaba cada paso, podía evitar que la vida me rompiera.

Spoiler: me rompió igual.

Y ahí, justo ahí… tuve que soltar el control.
Fue el principio de algo distinto.

El espejismo del control

El control era mi escudo. Me hacía sentir fuerte, predecible… cristianamente funcional.
Pero también me alejaba del presente. De los demás. Y del corazón mismo de Jesús.

Controlaba mis emociones con versículos. Mis relaciones con argumentos. Mis decisiones con miedo disfrazado de sabiduría.

Hasta que fallé. Y fallé justo donde más me dolía: en lo que más amaba.

Perder a mi Flor querida fue más que una ruptura.
Fue un espejo. Un terremoto.

Me vi quebrado. Solo. Sin saber cómo sostener más mi personaje.

Y ahí entendí que en ese castillo de control… no cabía Dios.
Solo yo, mis planes… y mi ansiedad decorada con propósitos.

El momento de quiebre

Fue semanas después del rompimiento. Me senté, solo. Ya no podía fingir. Ya no podía más.

Y por primera vez, oré de verdad. No con frases bonitas. Con el alma rota.
Fue más bien una rendición sin dignidad. Pero fue real. Y eso bastó.

Le dije a Dios que lo había arruinado todo. Que no sabía qué hacer. Que ya no podía sostener nada.

Y en ese momento, no sentí condena. Sentí descanso.
Como si alguien más tomara el timón. Como si mi alma respirara.

Ese día, por fin, entendí que la fe no es controlar… es rendirse.

Es dejar de pelear con uno mismo y empezar a caminar con Jesús, paso a paso.

La libertad después del control

Jesús no me pidió explicaciones. No me exigió perfección.

Solo me recibió. Con mis miedos. Con mi vergüenza. Con mi fracaso.

Y empezó a mostrarme cosas que no quería ver. Que había herido. Que había actuado por miedo.

Que mi necesidad de control había sofocado a quienes amaba.

Pero lo hizo con amor. Con paciencia. Con verdad.

Ese día empezó un proceso que aún continúa.

No fue mágico. Fue profundo. Fue real.

Y empecé a entender que Jesús no me pide que lo entienda todo… sino que lo suelte todo.
Porque en el Reino, ganar no es controlar… es confiar.

Hoy sigo soltando cosas.
A veces con fe. A veces con un poco de miedo.

A veces como quien suelta un control remoto que ya no sirve… pero igual le cuesta dejar ir.

Pero ya no estoy solo.

Y mientras suelto, también descanso.

Porque a veces, cuando parece que todo se está desmoronando…
en realidad estás empezando a nacer de nuevo.

Jesús no va a dejarte caer.

Él va a empezar a sostenerte.

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.”
— Mateo 11:28

¿Te identificaste con esta historia?
Déjame un comentario o compártela con alguien que necesite descanso.
Este espacio también puede ser tuyo.

Publicaciones Similares

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *